Los agricultores españoles conocen bien las dificultades para competir con los productos que se introducen en Europa procedente de mercados terceros, como el del norte de África.

La competencia de los tomates marroquíes, producidos a más bajo coste por la mano de obra, es algo de lo que no quieren oír hablar mis buenos paisanos de Murcia o Almería. Pero existe una paradoja en ello. Si no les dejamos que vendan sus productos en nuestros mercados, ¿cuándo van a dejar de jugarse la vida en una patera para tener un horizonte de futuro?

Siempre he pensado que la sencilla cuestión del tomate en mi tierra refleja el verdadero conflicto: no estamos dispuestos a bajarnos de nuestro tren de vida. ¿De qué manera, si no, podemos poner morritos en los selfis por distintas ciudades europeas y subirlos al Instagram? Las jóvenes marroquíes no aparecen tan sonrientes en sus fotos porque sus tomates no se venden, no pueden viajar ni pagar entradas de caros conciertos.

Hoy, el flamante nuevo ministro de Sánchez, Grande-Marlaska, decía en la radio que lo que hay que hacer es “actuar en origen”, defendiendo la retirada de las concertinas. Es cierto, probablemente es lo que deberíamos hacer, el problema es que eso se lo tiene que explicar a los agricultores murcianos y almerienses que le votan, porque cada vez que un tomate con chilaba intenta colarse por nuestra frontera es aplastado en la plaza pública del mercado europeo. Y los que lo pisotean somos todos nosotros, con nuestro modo de vida.

Si la solución al problema pasa por “actuar en origen” pero no les dejamos actuar es que realmente queremos que las cosas sigan como están.

Por cierto, el Domingo, selfis de los ministros en el puerto de Valencia con los negros de fondo, aún mareados, porque un gesto de solidaridad que no se rentabiliza adecuadamente  es como un tomate al sol que se deja secar en la rama.

Javier Fernández. Antropólogo Social. Equipo INEFSO.

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